Con mucha frecuencia, más de la que quisiéramos o imaginamos, surge la división en gran parte de las actividades de los seres humanos, ocasionando por lo general más perjuicios que beneficios y produciendo resultados contrarios al objetivo perseguido.
La división campea en las familias, en las colectividades políticas, en los gobiernos, en los territorios, en los grupos de aficionados a los deportes y, qué tristeza reconocerlo, hasta en la iglesia cristiana. Se actúa en todos los terrenos contrariando el mandato de Dios.
Unidad es algo que no se puede separar, algo que no se puede dividir. En cambio, división significa dos visiones, dos maneras de pensar muy diferentes la una de la otra. La Unidad genera poder, la división genera destrucción. Un reino, o un país dividido se destruyen. Una casa, un hogar dividido se destruye, no puede permanecer. Bien lo advierte el Señor cuando dice, según el relato de Mateo (12, 25): “Todo reino dividido contra sí mismo quedará asolado, y toda ciudad o familia dividida contra sí misma no se mantendrá en pie” (NVI). Y la Traducción en lenguaje actual (TLA) registra así esta sentencia: “Si los habitantes de un país se pelean entre ellos, el país quedará destruido. Si los habitantes de una ciudad se pelean unos contra otros, la ciudad quedará en ruinas. Y si los miembros de una familia se pelean entre ellos mismo, se destruirá la familia.
En muchos hogares, cada integrante tiene un propósito diferente; el esposo desea una cosa la esposa otra, cada uno de ellos dice voy a comprar, tengo que hacer, estoy pensando, ya decidí”, sin tener en cuenta a su cónyuge ni a los demás miembros de la familia. El problema no está en que cada uno tenga un sueño diferente, eso es normal, lo que no es normal es que nunca se pongan de acuerdo y por eso nunca consiguen nada, si cada uno solo no puede realizar su sueño.
En la educación de los hijos también se necesita unidad. El padre dice una cosa, la madre dice otra; cuando por fin quieren emitir una orden ya los hijos han hecho lo que ellos querían. Discutir frente a los hijos sobre cómo se los va a corregir, hace que se pierda autoridad, y respeto. Primero pónganse de acuerdo los dos, y después den la orden o tomen la corrección pertinente.
Y ¿qué decir de la división que se está apoderando de la Iglesia Cristiana, contaminada en algunos casos por el mal ejercicio de la política que también sufre la enfermedad de la división? Desde tiempos inmemoriales se habla de la necesidad imperiosa de unir a la Iglesia, pero todos los intentos fracasan, las buenas intenciones se diluyen muchas veces en las posiciones personalistas, en la defensa cerrada de enfoques doctrinales, o en la ambición de poder. Hoy, infortunadamente, las simpatías por un grupo político o las adhesiones a tal o cual candidato, están partiendo a la iglesia de una manera que parece irreconciliable.
Para Jesucristo la unidad es muy importante, tanto que cuando él estaba en la tierra como hombre oraba por la unidad de sus discípulos: “…Padre santo, protégelos con el poder de tu nombre, el nombre que me diste, para que sean uno, lo mismo que nosotros” (Juan 17:11). Jesús oraba por la unidad y no solo por la unidad en sus discípulos, oraba por la unidad en todos los que llegarían a creer en él, como vemos en el versículo 21 del mismo capítulo de Juan: “para que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.
El poder de Jesús como hombre estaba en la unidad que él tenía con su padre. La unidad atrae la gloria de Dios, es decir el deleite, el gozo, la capacidad de gozarnos. “Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno” (versículo 22). Solo en la unidad podemos disfrutar del esposo(a) de los hijos, del trabajo o de la iglesia, o de las posiciones en el estado.
Si honramos la Palabra de Dios y nos dedicamos a su lectura, encontramos gran cantidad de citas sobre la unidad. Por ejemplo, en Eclesiastés 4: 9-12, leemos: “Más valen dos que uno, porque obtienen más fruto de su esfuerzo. Si caen, el uno levanta al otro. ¡Ay del que cae y no tiene quien lo levante! Si dos se acuestan juntos, entrarán en calor; uno solo ¿cómo va a calentarse? Uno solo puede ser vencido, pero dos pueden resistir. ¡La cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente!”
Solo la unidad en el hogar, en nuestra vida y en la iglesia nos hará fuertes y podremos alcanzar nuestras metas. No olvidemos que la unidad es un mandato de Dios.